AMOR DE CUCARACHA
ARTÍCULO DE: Agapito de Cruz Franco
Me encontraba el otro día saboreando un café, mientras descuartizaba, a base de tijeretazos una caducada tarjeta VISA. En estos tiempos de crisis, este acto, lejos de ser sanguinario y perverso, se me antojaba casi obsceno ante la cantidad de seres en este mundo que nunca han tenido ni tendrán la posibilidad de poseer un símbolo capitalista como éste, imprescindible ya en una sociedad que tras el trueque y el dinero-papel, funciona toda ella a base de plástico y chips de memoria incorporados.
El café siempre ha sido para mí un acto de comunicación y relajación. No sé porqué demonizarlo como excitante, cuando nada como un café en los viejos bares del pueblo. Sorbo a sorbo, apuraba su caliente, amargo, fuerte y espeso sabor –palabras iniciales del vocablo café- al tiempo que se escurrían entre mis dedos los restos del dinero electrónico en desuso camino de un contenedor amarillo de residuos. Hablo de un acto de comunicación en doble vertiente: con el que tienes al lado o contigo mismo, si estás solo. Hablar con uno mismo no debe ser nada extraño en esta era de móviles e iPod (he dicho bien, iPod).
La comunicación requiere siempre de un emisor, un receptor, un código, un mensaje, un canal y el contexto en que se produce. (En el caso de la política lo que falla es siempre el código). Al contrario, el amor es un acto supremo de comunicación. Intenso. La comunicación en estado puro. El canal cambia de código y las palabras dan paso a la mirada que es el lenguaje más perfecto y sublime. En definitiva, el lenguaje de verdad.
El cercopiteco de Campbell, viene emitiendo desde los treinta millones de años en que este simio y el ser humano se separaron de un ancestro común, sonidos para comunicarse, con lexemas y morfemas como los nuestros. Los científicos han demostrado que es debido al gen común del lenguaje que poseemos ratones, monos y humanos, el Fox-P2 (que suena a aparato digital o a algún bicho de la Guerra de las Galaxias, pero que es una proteína de la cadena de aminoácidos de nuestro ADN que nos permite hablar).
El lenguaje es uno de tantos vínculos que los humanos hemos creado para comunicarnos (o en casos extremos, amarnos). Los vínculos cambian la geografía corporal que nace así a una nueva historia. Avatar, la película de James Cameron, creaba vínculos entre los seres uniéndolos por el rabo. El amor verdadero entra por el meadero, decía el premio Nóbel de Literatura Camilo José Cela. Seguramente tenía razón y se partiría de la risa ante los actuales amores virtuales en Internet. Pero no dejan de ser opiniones, porque, el amor platónico ha existido y sigue existiendo y es un vínculo WIFI como otro cualquiera. Atiborrados como estamos de ondas electromagnéticas (la pandemia del siglo XXI será la e-poison) no veo porqué no pueden ser reales y maravillosas las ondas amorosas del alma del viejo sabio griego. De hecho el cyberespacio es el país de toda religión, sea esta el Islam, el Cristianismo, el Comunismo, el Fútbol etc. El amor ciego y virtual. La palabra. El verbo. En el principio era el verbo y el verbo estaba con Dios y el verbo era Dios.
Cuando por fin apuraba el café, apareció ella, totalmente real, con su dorado cuerpo y su belleza alada, su agilidad olímpica, sus nerviosos cambios de dirección y su tersura de caoba-cloaca. Estaba allí, en el fondo de la taza, mirándome con sus ojitos vivarachos y un cuerpo que ha poblado toda la faz de la tierra. La única, dicen, que, en caso de una explosión nuclear no desaparecería del Planeta, lo que le daba un aire de vitalidad más allá de la masacre radiactiva propia de las alcantarillas de un chat.
Movía sus antenas con una perfección que me maravillaba. No sentí asco. De pronto, me ví unido a toda la naturaleza. Me invadió un gran complejo de culpa ante la cantidad de veces que con mi zapato: “¡plaff! ¡Cronch!”, había terminado con tantas vidas inocentes. Recordé los pilares de la Tierra y cómo hemos construido esta civilización que ha asignado a unos animales el cielo y a otros el infierno. “¡Puag! ¿Qué asco?”No. Nos miramos. Bebí el último sorbo y la observé medio ahogada como estaba al haber navegado bajo las negras aguas de la cafeína perseguida por una nube de troyanos. Y con una mirada dulce la liberé y le deseé una vida feliz entre rendijas, basuras y maderas carcomidas:
- “Cuídate de los insecticidas rastreros de acción inmediata” le dije, mientras viajaba agradecida hacia la vida, ella, que nunca ha tenido una ley que la proteja al no estar en peligro de extinción.
Y entonces se colgó. Justo cuando volvía hacia la nada, a la espera de un nuevo café.
ARTÍCULO DE: Agapito de Cruz Franco
Me encontraba el otro día saboreando un café, mientras descuartizaba, a base de tijeretazos una caducada tarjeta VISA. En estos tiempos de crisis, este acto, lejos de ser sanguinario y perverso, se me antojaba casi obsceno ante la cantidad de seres en este mundo que nunca han tenido ni tendrán la posibilidad de poseer un símbolo capitalista como éste, imprescindible ya en una sociedad que tras el trueque y el dinero-papel, funciona toda ella a base de plástico y chips de memoria incorporados.
El café siempre ha sido para mí un acto de comunicación y relajación. No sé porqué demonizarlo como excitante, cuando nada como un café en los viejos bares del pueblo. Sorbo a sorbo, apuraba su caliente, amargo, fuerte y espeso sabor –palabras iniciales del vocablo café- al tiempo que se escurrían entre mis dedos los restos del dinero electrónico en desuso camino de un contenedor amarillo de residuos. Hablo de un acto de comunicación en doble vertiente: con el que tienes al lado o contigo mismo, si estás solo. Hablar con uno mismo no debe ser nada extraño en esta era de móviles e iPod (he dicho bien, iPod).
La comunicación requiere siempre de un emisor, un receptor, un código, un mensaje, un canal y el contexto en que se produce. (En el caso de la política lo que falla es siempre el código). Al contrario, el amor es un acto supremo de comunicación. Intenso. La comunicación en estado puro. El canal cambia de código y las palabras dan paso a la mirada que es el lenguaje más perfecto y sublime. En definitiva, el lenguaje de verdad.
El cercopiteco de Campbell, viene emitiendo desde los treinta millones de años en que este simio y el ser humano se separaron de un ancestro común, sonidos para comunicarse, con lexemas y morfemas como los nuestros. Los científicos han demostrado que es debido al gen común del lenguaje que poseemos ratones, monos y humanos, el Fox-P2 (que suena a aparato digital o a algún bicho de la Guerra de las Galaxias, pero que es una proteína de la cadena de aminoácidos de nuestro ADN que nos permite hablar).
El lenguaje es uno de tantos vínculos que los humanos hemos creado para comunicarnos (o en casos extremos, amarnos). Los vínculos cambian la geografía corporal que nace así a una nueva historia. Avatar, la película de James Cameron, creaba vínculos entre los seres uniéndolos por el rabo. El amor verdadero entra por el meadero, decía el premio Nóbel de Literatura Camilo José Cela. Seguramente tenía razón y se partiría de la risa ante los actuales amores virtuales en Internet. Pero no dejan de ser opiniones, porque, el amor platónico ha existido y sigue existiendo y es un vínculo WIFI como otro cualquiera. Atiborrados como estamos de ondas electromagnéticas (la pandemia del siglo XXI será la e-poison) no veo porqué no pueden ser reales y maravillosas las ondas amorosas del alma del viejo sabio griego. De hecho el cyberespacio es el país de toda religión, sea esta el Islam, el Cristianismo, el Comunismo, el Fútbol etc. El amor ciego y virtual. La palabra. El verbo. En el principio era el verbo y el verbo estaba con Dios y el verbo era Dios.
Cuando por fin apuraba el café, apareció ella, totalmente real, con su dorado cuerpo y su belleza alada, su agilidad olímpica, sus nerviosos cambios de dirección y su tersura de caoba-cloaca. Estaba allí, en el fondo de la taza, mirándome con sus ojitos vivarachos y un cuerpo que ha poblado toda la faz de la tierra. La única, dicen, que, en caso de una explosión nuclear no desaparecería del Planeta, lo que le daba un aire de vitalidad más allá de la masacre radiactiva propia de las alcantarillas de un chat.
Movía sus antenas con una perfección que me maravillaba. No sentí asco. De pronto, me ví unido a toda la naturaleza. Me invadió un gran complejo de culpa ante la cantidad de veces que con mi zapato: “¡plaff! ¡Cronch!”, había terminado con tantas vidas inocentes. Recordé los pilares de la Tierra y cómo hemos construido esta civilización que ha asignado a unos animales el cielo y a otros el infierno. “¡Puag! ¿Qué asco?”No. Nos miramos. Bebí el último sorbo y la observé medio ahogada como estaba al haber navegado bajo las negras aguas de la cafeína perseguida por una nube de troyanos. Y con una mirada dulce la liberé y le deseé una vida feliz entre rendijas, basuras y maderas carcomidas:
- “Cuídate de los insecticidas rastreros de acción inmediata” le dije, mientras viajaba agradecida hacia la vida, ella, que nunca ha tenido una ley que la proteja al no estar en peligro de extinción.
Y entonces se colgó. Justo cuando volvía hacia la nada, a la espera de un nuevo café.
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