sábado, 3 de julio de 2010

PTO. SIEMPRE EL PUERTO,

ALEGRES Y FELICES

ARTÍCULO DE: Salvador García Llanos

Un personaje de Jerome David Salinger, el célebre escritor norteamericano de El guardián en el centeno, fallecido el pasado mes de enero, señaló que la diferencia entre alegría y felicidad es que “la alegría es un líquido y la felicidad es un sólido”.
Es fácil adivinar la alegría y la felicidad que se conjugan en Emilio Zamora González, autor de Jalo 2001-2005, y en el propio escultor, Angel Acosta, cuyo apelativo -tan identificador entre los de su generación- da título a esta edición que hoy presentamos.
El caso es discernir sobre los estados a los que se refiere el personaje literario de Salinger. Interpretemos el líquido alegre en las aguas atlánticas que, cierta tarde de cada mes de julio, aparecen, como describe Félix de Montemar, “festoneadas por espumas que son galas del desposorio del soberano Atlante con la excelsa novia del mar”.
Esa es la alegría líquida, la que plasmara en versos alusivos el inolvidable poeta gomero, Pedro García Cabrera:
“Del Puerto toda la mar
y la quietud de las olas.
Y ya no tiene el cantor
más redondas caracolas”.
Pero, tal como escribimos en su momento, para fundamentar la solicitud de Declaración de Bien de Interés Cultural a favor de ese acontecimiento que es la procesión del martes festivo en nuestra ciudad, nadie como el escritor portuense Sebastián Padrón Acosta plasmó con tanta belleza lírica las emotivas imágenes que la procesión le sugiere en su trabajo titulado La cúpula del crepúsculo:
“…Los marineros se alborozan y lanzan al aire su rudo lenguaje, henchido de vehemencias. La tarde se torna idílica, mística, angélica. Es que bajo el palio azul, incendiado, la Virgen del Carmen navega sobre rutas de raso, sobre sedas de espumas. El momento es de ternura infinita, celeste. Los viejos lobos, hechos de bronce, son ahora de lágrimas y saludan a la Reina del mar, que sonríe desde su trono de espumas. El oro solar se licúa en nimbos, en aureolas. Todo parece desrealizarse en la magnificencia del crepúsculo, acaso de oro viejo de casulla. Las cumbres, las peñas, los picachos, las llanuras, hasta las piedras del camino, cobran, súbitamente, resplandores alados. Todo semeja cristal, ensueño; el crepúsculo diríase que va a romperse como una enorme cúpula de oro, arcangélica. Nuestra Señora del mar retorna…”.
Este fragmento de Padrón, tan lleno de sugerentes metáforas, condensa el significado del acto, la fe de una población, la alegría espontánea que viene del mar, el amor de la gente. Rafael Alberti, en su soneto Día de amor y de bonanza, universalizó ese sentimiento en torno a la Virgen:
“Que eres loba de mar y remadora,Virgen del Carmen, y patrona mía,escrito está en la frente de la aurora,cuyo manto es el mar de mi bahía.Que eres mi timonel, que eres la guíade mi oculta sirena cantadora,escrito está en la frente de la proade mi navío, al sol del mediodía.Que tú me salvarás, ¡oh marineraVirgen del Carmen!, cuando la escolleraparta la frente en dos de mi navío,loba de espuma azul en los altares,con agua amarga y dulce de los maresescrito está en el fiero pecho mío”.
Y ahora, el sólido de la felicidad que debe ser tangible, aunque sea efímera. Una vez más, la palpamos en la letra impresa de las páginas, en el empeño que pone el autor para exaltar la vida y la obra de su tío, un escultor portuense afincado en Tortosa (Tarragona), autor de imágenes religiosas cuyo prestigio le hace figurar en el diccionario “Ràfols”, de Catalunya, dentro del listado de “Artistas catalanes”.
De no haber sido por esa dedicación, por las iniciativas que ya desarrollaron Inmaculada Acosta Carrillo, Fernando Viale, Miguel López Carballo, la asociación de vecinos La Peñita y la Agrupación Ranillera de Fiestas, no hubiera sido posible conocer el alcance o la dimensión de la obra de Angel Acosta. Estaríamos palpando otro de los tantos ejemplos de la desidia o de la indolencia de los portuenses con sus propias cosas, con sus referencias o sus ilustres.
Por fortuna, no es así. Emilio Zamora González quiere perpetuar las vivencias que se sucedieron en aquella distinción de hijo predilecto, materializada en julio de 2001; en la adopción que hace Tortosa cuatro años después y en la inauguración del monumento y de la plaza que llevan en nuestra ciudad el nombre del artista.
Lo hace llanamente, sin alharacas ni florituras. Es la crónica de acontecimientos emotivos, vividos con intensidad, desarrollados entre el rigor institucional y las querencias afectivas. Una secuencia fotográfica ilustra y da solidez gráfica a la felicidad acumulada de aquellos momentos y del alumbramiento mismo de esta modesta obra que viene a enriquecer la pequeña gran historia de un Puerto de la Cruz que une otra expresión de sus anhelos y de sus creencias, forjadas en torno al santo hábito y escapulario, símbolos de vida y norma carmelitana. Como cantara Pedro Sánchez Carrascosa, obispo de Ávila, a finales del siglo XIX:
“¡Tus hijos siempre y ahoratriste te elevan el alma!…¡Óyelos, Madre y Señora,con esa piedad que calmalos gemidos del que llora!”
Se ha encargado el propio Angel Acosta de corregir el texto original, ejerciendo así de notario que da fe de la veracidad de sus contenidos, hecho que no es intrascendente si se tiene en cuenta que algunos pasajes son de índole personal y otros hechos eran desconocidos hasta ahora.
El libro pretende hacer cumplir uno de los deseos íntimos del artista: que su última obra escultórica estuviera en el Puerto de la Cruz. Para llevar a buen fin este deseo, Jalo prometió hacer dos angelitos borloneros para la imagen del Cristo de la Humildad y Paciencia. Algo que va implícito en su iconografía y de los cuales carece.
Emilio nos permitirá desvelar que el artista comenzó pero cuando llevaba más de la mitad del primero comprobó, con gran pena, que no tenía fuerzas para continuar. (Un paréntesis: sólo para comprobar que la felicidad nunca es completa).
Sin embargo, como buen artista comprometido, para contrastar por enésima vez su seriedad, para ser consecuente, sobre todo con la ciudad que le enalteció como predilecto, propuso realizar sólo uno, en barro, para su posterior fundición en bronce. De esa forma, el deseo se hará realidad, siquiera parcialmente. Dios mediante, saldrá en procesión la próxima Semana Santa.
Las páginas de Jalo 2001-2005 se van desgranando para conocer mejor la vida y la obra del escultor, el hombre que “nos acerca la belleza, la verdad y la bondad”, en palabras del que fuera cardenal-arzobispo de Barcelona, Ricard Maria Càrles. Otro obispo, el de Tortosa, monseñor Xavier Salinas, significó que “la obra de Acosta nos ayuda a entrar en el misterio trascendente”.
Quienes se interesen por lo ocurrido en este cuatrienio de su vida, tan fértil desde el ángulo de los merecidos reconocimientos y de las pruebas de afecto creciente, se encontrarán con un relato ameno que redescubre la personalidad de alguien plenamente legitimado para ser feliz.
Curioso, observador, meticuloso, introvertido y prudente, el autor, sin pretenciosidades, ha hecho lo que debía en una suerte de tributo, consciente, además de ciertas magnitudes artísticas y sentimentales.
Un autor que se ha esmerado para contribuir a ese estado de felicidad, para hacerlo tangible. El también se lo merece. A fin de cuentas, ambos -uno diría que todos nosotros- compartimos la teurgia, el nervio y el sentimiento que enfatizamos en aquellas memorables noches de los honores y de la procesión que se convirtió en un trayecto de sostenida y terrenal admiración por el hombre y su obra.
Estábamos, dilecto Emilio, alegres y fuimos felices. Líquido y sólido, entonces y ahora, cuando el libro permite rememorar tantas cosas y, sobre todo, perpetuar -de alguna manera- los estados con los que sobrellevar tantas penurias.
Que sigan, pues, las espumas festoneadas; que continúe el poeta buscando redondas caracolas; que las rutas de raso y el oro licuado caractericen eternamente el paso y el bailoteo de la venerada imagen; que en la aurora, en la proa y el pecho se seguirá escribiendo, eternamente, alegres y felices, el nombre de Jalo.

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