DOÑA MARÍA PÉREZ TRUJILLO EN EL RECUERDO
ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros
Un largo trecho, desde aquella época, ha transcurrido. Entonces yo contaba pocos años de existencia, cuando asistía a recibir clases básicas en la casa de Doña María Pérez Trujillo. Había un nutrido número de alumnos, de ambos sexos, todos los cuales compartían el espacio disponible; y fueron fructíferas las sabias enseñanzas recibidas.
Muchos años han pasado, y a pesar de ello, retengo en la memoria aquellos momentos vividos, hasta hoy inolvidables. Son tantos los motivos que me impulsan a exteriorizar estos sentimientos, que callar no puedo. Ahora mismo, recuerdo una prudente cola de cuatro alumnos, entre ellos yo, esperando turno para sacarle punta al lápiz. Había una saca punta fijada en un lugar de la pared. No puedo obviar, aquella regleta agitándose en el aire, dispuesta a castigar al niño que no atendiera debidamente sus deberes escolares... Desde luego, no recuerdo haber sido castigado, pero es cierto, la regla que manejaba Doña María, sonaba con frecuencia lastimera, al menos para mis sentidos siempre sensibles al dolor ajeno, cuando se oía el agudo lamento del castigado. Antes era así, había disciplina, temor al castigo, respeto hacia la persona mayor. Mas, insisto, se echa mucho de menos aquellas bases sólidas de la urbanidad, lo que viene a ser, el verdadero concepto del respeto a las sabias estructuras sociales; como ocurre en cada familia, en los distintos Colegios y entidades públicas, amén del sentimiento que todo ser humano debe sentir hacia los demás. Como la mejor razón de su verdadera identidad, de su pueblo, tradiciones, costumbres y usos de las mismas, para no perderlas jamás y conservar intacta la imagen de nuestra canariedad. Así era antes, los verdaderos amantes de nuestra atribulada tierra, cuando aún conservamos nuestras ideales tradiciones, se exasperaban cuando alguien no sentía esa vocación de sacrificio y respeto.
Era en la Escuela, donde iban a estar aglutinados todos los elementos capaces de reflejar nuestro propio destino ante las posibles adversidades acostumbradas. Era en la Escuela, donde iban a despertar nuestras verdaderas ilusiones. Y fue en cada una de esas Escuelas, donde estuve como alumno, donde aprendí las lecciones más bellas de la vida. Vi allí el perfil humano de ella, cada vez más acentuado. Pasando de la cotidiana rutina, al abrazo cálido y amoroso, a medida que el eco de su dulce voz contentaba y calmaba mis temores, infundidos por el profundo respeto que me inspiraba.
Uno debe recoger de esos sanos episodios el calor humano que hubo en ellos, la firme intención divulgativa de nuestra inolvidable y querida "maestra"; sin dejar de sentir aquella sensación afectiva de una acogida desinteresada, para hacer de un niño, un hombre para el futuro. Desde la Cultura más primaria, para prepararme, con el esfuerzo de otros tantos maestros y maestras, para poder hacerle frente a mi propio destino y servirle de algo a mi pueblo. Doña María y demás educadores que tuve, han contribuido a mi evidente felicidad. De todos he aprendido a ser comunicativo y obediente a mis principios. De ellos y mi familia; y de la misma vida, que me ha dado tanto.
Recordando, con respeto y admiración, aquellos momentos vividos, arropado por tan maravillosa persona, capaz de transmitirnos, no sólo la cultura recibida, sino, también el sentimiento solidario de la amistad, entre unos y otros, como colofón del interés más puro demostrado hacia el alumnado, para que tuviéramos un horizonte ilusionado, apetece demostrarle, como lo hago desde mi humilde pluma. Rindiéndole mi homenaje sentido y lleno de gratitud, por la paciencia que habrá tenido conmigo y el gran amor que me brindó.
Acerté a ver caer la lluvia, tantas veces, sobre las plantas de su alegre patio, con tristeza, a pesar de mis escasos años de vida. Desde entonces, me entristecían los episodios otoñales, o aquellas secuencias invernales que malograban los sentidos, me apenaba y sentía el frío acostumbrado de la soledad... Días fríos, cielo cubierto de negrura, de nubes agazapadas sobre nuestro Valle de La Orotava, como la grávida panza de una burra ocultando toda luz celestial, desde el árido aposento del Teide, desde las cumbres solitarias hasta los límites municipales de nuestro pequeño Puerto de la Cruz. Nubes bajas, preñadas de tristeza y soledad, para muchos que desconocíamos nuestra suerte, tal vez intuyendo el mismo destino que nos esperaba. Muchachos estudiosos, comprometidos con sus naturales deberes en ayudar a la tierra que nos vio nacer, donde lucharíamos más adelante como lo hicieran nuestros progenitores.
Allí, en la Escuela de Doña María Pérez, se gestaba un futuro... en cada uno, nuestro porvenir. Aprendíamos a descubrir los primeros misterios de la cultura, que nos permitiría abrirnos paso en la vida, cuando fuéramos mayores. Darse uno cuenta de ello, suponía haber abierto los ojos a la realidad; se habían acabado los sueños infantiles propios de la edad, los mismos juegos. Y no hallaríamos nuestro alejado horizonte, si no nos aplicábamos en el saber y practicábamos las lecciones impartidas con esmero y amor, por nuestra maestra. A pesar de mi párvula edad, me daba cuenta, de que, era necesario ir descubriendo, día a día, en esa mágica aventura, a través de sus cuidadas lecciones, los hermosos misterios del saber.
Siempre he recordado con vehemencia, a mis maestros y maestras de escuela de aquellos tiempos, los que me inspiraron la ilusión del saber; y no me canso de oír, a quién me ilumine con su sabiduría, pues el tiempo se acaba y nunca terminamos de saberlo todo.
ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros
Un largo trecho, desde aquella época, ha transcurrido. Entonces yo contaba pocos años de existencia, cuando asistía a recibir clases básicas en la casa de Doña María Pérez Trujillo. Había un nutrido número de alumnos, de ambos sexos, todos los cuales compartían el espacio disponible; y fueron fructíferas las sabias enseñanzas recibidas.
Muchos años han pasado, y a pesar de ello, retengo en la memoria aquellos momentos vividos, hasta hoy inolvidables. Son tantos los motivos que me impulsan a exteriorizar estos sentimientos, que callar no puedo. Ahora mismo, recuerdo una prudente cola de cuatro alumnos, entre ellos yo, esperando turno para sacarle punta al lápiz. Había una saca punta fijada en un lugar de la pared. No puedo obviar, aquella regleta agitándose en el aire, dispuesta a castigar al niño que no atendiera debidamente sus deberes escolares... Desde luego, no recuerdo haber sido castigado, pero es cierto, la regla que manejaba Doña María, sonaba con frecuencia lastimera, al menos para mis sentidos siempre sensibles al dolor ajeno, cuando se oía el agudo lamento del castigado. Antes era así, había disciplina, temor al castigo, respeto hacia la persona mayor. Mas, insisto, se echa mucho de menos aquellas bases sólidas de la urbanidad, lo que viene a ser, el verdadero concepto del respeto a las sabias estructuras sociales; como ocurre en cada familia, en los distintos Colegios y entidades públicas, amén del sentimiento que todo ser humano debe sentir hacia los demás. Como la mejor razón de su verdadera identidad, de su pueblo, tradiciones, costumbres y usos de las mismas, para no perderlas jamás y conservar intacta la imagen de nuestra canariedad. Así era antes, los verdaderos amantes de nuestra atribulada tierra, cuando aún conservamos nuestras ideales tradiciones, se exasperaban cuando alguien no sentía esa vocación de sacrificio y respeto.
Era en la Escuela, donde iban a estar aglutinados todos los elementos capaces de reflejar nuestro propio destino ante las posibles adversidades acostumbradas. Era en la Escuela, donde iban a despertar nuestras verdaderas ilusiones. Y fue en cada una de esas Escuelas, donde estuve como alumno, donde aprendí las lecciones más bellas de la vida. Vi allí el perfil humano de ella, cada vez más acentuado. Pasando de la cotidiana rutina, al abrazo cálido y amoroso, a medida que el eco de su dulce voz contentaba y calmaba mis temores, infundidos por el profundo respeto que me inspiraba.
Uno debe recoger de esos sanos episodios el calor humano que hubo en ellos, la firme intención divulgativa de nuestra inolvidable y querida "maestra"; sin dejar de sentir aquella sensación afectiva de una acogida desinteresada, para hacer de un niño, un hombre para el futuro. Desde la Cultura más primaria, para prepararme, con el esfuerzo de otros tantos maestros y maestras, para poder hacerle frente a mi propio destino y servirle de algo a mi pueblo. Doña María y demás educadores que tuve, han contribuido a mi evidente felicidad. De todos he aprendido a ser comunicativo y obediente a mis principios. De ellos y mi familia; y de la misma vida, que me ha dado tanto.
Recordando, con respeto y admiración, aquellos momentos vividos, arropado por tan maravillosa persona, capaz de transmitirnos, no sólo la cultura recibida, sino, también el sentimiento solidario de la amistad, entre unos y otros, como colofón del interés más puro demostrado hacia el alumnado, para que tuviéramos un horizonte ilusionado, apetece demostrarle, como lo hago desde mi humilde pluma. Rindiéndole mi homenaje sentido y lleno de gratitud, por la paciencia que habrá tenido conmigo y el gran amor que me brindó.
Acerté a ver caer la lluvia, tantas veces, sobre las plantas de su alegre patio, con tristeza, a pesar de mis escasos años de vida. Desde entonces, me entristecían los episodios otoñales, o aquellas secuencias invernales que malograban los sentidos, me apenaba y sentía el frío acostumbrado de la soledad... Días fríos, cielo cubierto de negrura, de nubes agazapadas sobre nuestro Valle de La Orotava, como la grávida panza de una burra ocultando toda luz celestial, desde el árido aposento del Teide, desde las cumbres solitarias hasta los límites municipales de nuestro pequeño Puerto de la Cruz. Nubes bajas, preñadas de tristeza y soledad, para muchos que desconocíamos nuestra suerte, tal vez intuyendo el mismo destino que nos esperaba. Muchachos estudiosos, comprometidos con sus naturales deberes en ayudar a la tierra que nos vio nacer, donde lucharíamos más adelante como lo hicieran nuestros progenitores.
Allí, en la Escuela de Doña María Pérez, se gestaba un futuro... en cada uno, nuestro porvenir. Aprendíamos a descubrir los primeros misterios de la cultura, que nos permitiría abrirnos paso en la vida, cuando fuéramos mayores. Darse uno cuenta de ello, suponía haber abierto los ojos a la realidad; se habían acabado los sueños infantiles propios de la edad, los mismos juegos. Y no hallaríamos nuestro alejado horizonte, si no nos aplicábamos en el saber y practicábamos las lecciones impartidas con esmero y amor, por nuestra maestra. A pesar de mi párvula edad, me daba cuenta, de que, era necesario ir descubriendo, día a día, en esa mágica aventura, a través de sus cuidadas lecciones, los hermosos misterios del saber.
Siempre he recordado con vehemencia, a mis maestros y maestras de escuela de aquellos tiempos, los que me inspiraron la ilusión del saber; y no me canso de oír, a quién me ilumine con su sabiduría, pues el tiempo se acaba y nunca terminamos de saberlo todo.
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