viernes, 25 de junio de 2010

ART. DE UN PORTUENSE,

EL CLAMOR DE LOS AÑOS

ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros
Ya el Sol declinaba cuando llegamos al pueblo y en tanto buscábamos donde dejar el coche que nos condujo al lugar, curioseábamos con la avidez propia del visitante, mirando aquí y allá... Buscando en cada rincón alguna motivación y de echo, no faltaron, de las que aún conservo buenos recuerdos.
El paisaje se fue abriendo ante mis ojos, brindándome en todo momento su esplendor, su luz radiante y colorido. Fueron apareciendo los motivos arcaicos los cuales iban condicionando mi fantástica curiosidad hasta llegar a extasiarme.
Como si se explayara sólo para mí todo el entorno; y aparecieron a uno y otro lado de la empedrada calle, de irregulares adoquines, las viejas casonas de anchos portales y gruesas paredes, vestigios de tiempos pasados que no mueren y están allí. Señalando su presencia, a ultranza, la huella ancestral reflejada en esa gloriosa y remota realidad.
Cada recoveco, cada calle decía más que todo aquello que no pudimos valorar en toda su extensión.
Cuando dejamos a buen recaudo el coche, decidimos ir calle abajo, en dirección al centro del referido caserío, previamente elegido para esta ocasión.
Las gentes nos miraban, bueno, así yo pensaba, como si estuvieran agradecidos por nuestra visita. Sabían por nuestras pintas que no éramos del lugar, uno se delata hasta por el modo de andar.
Los cuatro que componíamos el grupo, todos más o menos de la misma edad, pasado los cincuenta años, el momento de la vida de un hombre cuando se va dando cuenta de que, cada día que pasa hay otro que se acerca, gozábamos cada instante. Buscamos mil pretextos y sin querer confesarlos nos resistimos a aceptar la evidencia, lo que tiene que llegar alguna vez. Y nos lamentamos de no haber sabido vivir. Mas, ahora queremos apurarlo todo de un solo tajo y nos molesta que pase el tiempo tan rápido, que nuestras “resistencias” no calienten tanto como cuando teníamos veinte años de edad.
Estaba acordado, previamente, que saldríamos este día para resolver un “asuntillo” y aprovechando la conyuctura disfrutaríamos una jornada de recreo, si es que suena mejor. Y al mismo tiempo probar los vinos del lugar y lo que se presente después. ¡El clamor de los años! A rescatar del plácido paisaje todos los encantos posibles y a derrochar tanto entusiasmo que asoma en nuestros ojos con el brillo ilusionado que siempre aparece en la mirada ante el feliz encuentro de algo nuevo y que nos maravilla, como son esas estampas campesinas que quedan grabadas para siempre en nuestra memoria, desde los años más tiernos y que motivan sensaciones generosas al evocarlas y hasta llegamos a idealizarlas. Nuestros campos canarios aún conservan el irresistible atractivo que invita a la devoción y admiración del caminante; reflejan amor y dulzura increíble hermosura, calor y poesía. Todos los adjetivos de ternuras y exquisiteces aparecen en la imagen de cada uno de sus rincones. Sus tierras lozanas, atendidas y cuidadas con el esmero propio y el celo del curtido hombre que labra sus entrañas y las riega… Cada perspectiva nos dice su magnificencia, ese sello adorable que nos caracteriza, por ser ella, de la Naturaleza un trozo de madre que Dios nos diera.
Convenimos en preguntar a las gentes que pasaban o estaban allí, en ese lugar gastando sus días de vida. Ellos debían saber donde conseguir buen vino, que lo de la comida era otra cosa… Bien hicimos en preguntar. Nos dijeron que pasada la Plaza cruzáramos a la derecha, que no nos metiéramos en el caminito que conduce a otra parte. La calle sigue, apuntaron, una vez a la derecha y luego a la izquierda. Entonces siempre hacia arriba. Verán la parra levantada por las horquetas. Aquí, repetían, no se da más que buena uva y de ella salen los vinos. ¿Han probado los últimos? Cosa buena caballeros, hasta cura a los enfermos… Hubo uno que nos soltó una retahíla y otro compadre suyo, que nos hizo gracia. Tenían labia, los señores. Insistían: ¡Mejores no los hay!
Fuimos bien informados. Es bueno hablar con las gentes del campo, ellos saben y dan la impresión de que no mienten, son así de nobles.
Nos despedimos; y como se acercaban otros, levantamos anclas y a aprovechar el viento, que ya estaba bien…
Si tuviera tiempo disponible les acompañaba –decía uno de ellos- y les iba a presentar, como si fuéramos amigos de toda la vida, pero no es así, tal vez en otra ocasión, Dios mediante, pueda ser.
De verdad, tenía ganas de comer algo y la sed ya no la aguantaba, me estaba sintiendo de mal humor.
Al final de la pista la cosa cambió y otra vez comenzamos a ver casas. Estábamos rodeados de altos muros, amplios portones y nuevas gentes. También me llamó la atención un par de preciosas cabras de rebosantes ubres que llegaban casi al suelo, ellas tranquilamente comiendo la hierba frescas crecidas en los bordes del camino y de la calle, entre los adoquines empotrados en el vetusto pavimento.
Habíamos llegado a la indicada dirección o estábamos cerca de ella. Era la calle, nada de asfalto, sólo tierra. Aquello era distinto, piedra viva; con tantos años, quién sabe cuántos. Y tuve, de pronto, un extraño sentimiento. No, este episodio de mi vida, no podía pasar así, como cualquier cosa. Me sentía emocionado. ¿Cómo es posible, ante un motivo tan hermoso y tan nuestro, pueda nadie pasar desapercibido, por mucha hambre que sintiera y ganas de echarse sendos vasos de vino?.. Yo pensabas, para mis adentros, “¡OH, Dios, que uno tenga que partir algún día y se vea en la necesidad –mejor dicho, en la obligación- de dejar todo esto, tantas bellezas que hallamos en nuestro suelo canario!
Hoy si que no hallo las palabras adecuadas, sería una lástima quedarme corto en la redacción, en este preludio que armoniza el calor de tamañas sensaciones, frente a un espectáculo poco común y a la vez conmovedor. Esa calle que baja, a un lado y al otro casas y al fondo la mansión principal –y era allí donde iríamos a comer, en la parte alta de la casa, cerca de la ventana, mirando al camino. Sí, por donde habíamos llegado, casi sin darnos cuenta, hasta subir la sólida escalera que nos llevaría a aquella habitación comedor y a la acogedora mesa, donde apuramos los primeros tanganazos e hicimos un amplio despliegue de nuestras nuevas impresiones acerca del lugar, su encantador tipismo y su grata gente, extraordinariamente amables, que bien son merecedoras de nuestra admiración y respeto que sólo se ganan las personas que saben recibir al de afuera y al mismo tiempo nos saben respetar.
Estábamos pasando un rato sin cuento, ni me preocupaba cuántos años de edad yo tenía. Bueno, no los sabía en esos momentos, me sentía más feliz que el “pupa” y hasta mejor persona. Las papas estaban riquísimas. Y el pescado –viejas frescas guisadas- no digamos… Los comentarios del vino, ¿los hago ahora o después? Sigamos pues, hablando del gofio, del pan, etc. Siempre ocurre igual, bueno, póngannos otro litrito de vino. Ah, ya vienen con el. ¿Quién lo había pedido? Es igual. Pero hay que decir algo más, superando los pretextos. Si tuviera espacio suficiente, haría una apología del “morapio” de tal modo que abundaría en detalles, simplemente deleitantes. No se podía esperar un vino mejor, aquello fue una excepción o lo que dió la parra.
Aún es de día, tenemos tiempo, más que suficiente por delante. Dimos después de comer un paseo por los altos, a ver esos fértiles campos. Antes de irnos prometimos volver por allí a echarnos el repunchito…
Qué lugar tan extraño, parerecíera que uno estuviera soñando. Esa calle, con ese embrujo y su silencio y el sello que toda ella imprime, está diciendo más de lo que yo pueda señalarle. Si callo, oigo los pasos de antiguos caminantes, cuando traían o llevaban por sus angostos caminos el producto de la tierra y las semillas… Hay en su vertiente el clamor y hasta el roce de viejas vivencias que dieron a esos pueblos el sello alentador y poético que hoy tienen. Y aún hay ecos que pueden oírse, si al cerrar los ojos, caminamos –por ese ambicioso túnel de la evocación- para encontrarnos con ellos, los que nos dieron el nombre y nos dejaron las herramientas en el campo, amor a la tierra –que nos ha dado tanto y nada nos piden a cambio, sólo que no la abandonemos-.
Qué linda y generosa es mi tierra, no podría cambiarla, ni por nada, ni por nadie…

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