ARTÍCULO DE: Evaristo Fuentes
Nueve de la mañana: subiendo por la calle de Cólogan, de La Orotava, hacia la ceremonia del Encuentro, los tambores marcan una tradición. Pero llegué tarde. Un minuto tarde. Y
a San Juan había saludado al Señor y había echado a correr para avisar a la Virgen. Sin embargo, me dio tiempo para volver subrepticiamente mi cámara digital hacia la ventana de enfrente, donde una guapa, aún coquetuela señora, se rodeaba de sus hijos y nietos, en torno al tragaluces de un ventanal aristocráticamente arquitectónico.
Diez de la mañana: La Laguna, Patrimonio de la Humanidad. En Viernes Santo, con la Catedral eternamente en obras, el Crucificado acababa de entrar en la parroquia de Arriba, la de la Concepción. Los santos se hallaban estacionados en el interior del templo. El venerado Cristo ocupaba lugar preferente, y un monaguillo o sacristán de oficio, le estaba reponiendo luminarias, velas y adornos.
Once de la mañana: En la vía de enlace Norte-Sur había una pequeña cola. Nada de embotellamientos. Y en media hora llegamos (¡atentos!) a la playa de La Tejita. Caminamos hacia la playa y nos pusimos sendos bañadores. El de mi amigo era más bien un calzoncillo de medio uso; nos acomodamos al ambiente de un rincón bajo la montaña Roja, resguardados de la ventisca, donde se arrejunta la mayoría de bañistas en desnudo total. Yo me puse en precalentamiento por la arena ventosa hasta acumular suficientes calorías como para zambullirme en la mar Atlántica. Le hice señas a mi amigo para que disparara un gatillazo (con la cámara, ojo) hacia una Eva al desnudo que salía del agua a medio metro de mi, cuando yo iniciaba mi inmersión. Ella llevaba un ‘felpudo’ estéticamente exquisito…
Dos de la tarde: El Médano nos sirvió de cobijo y de encuentro con un tercer amigo que nos acompañó al frugal almuerzo, en una conocida cafetería cerca de la parada de la guagua. Después del intercambio de opiniones sobre asuntos diversos, enfilamos la autopista. Arribamos al Valle de Taoro en menos de una hora.
Cuatro de la tarde: la siesta fue necesaria para reponer fuerzas.
Diez de la noche: me di una vuelta por un rebosante Puerto de la Cruz, lleno de turistas mezclados con vecinos y con forasteros de otros pueblos tinerfeños. Cuando llegué a los aledaños de la Iglesia Mayor, la Peña de Francia, el curso procesional del paso del Calvario se retiraba y regresaba a su iglesia, barrio de La Ranilla. Y vi a una atractiva mujer que baña sus veteranas pero aún apetecibles carnes cada día en un charco muy frecuentado de la localidad turística. En fin, no cuento más. Fue, como queda dicho, un Viernes ¿Santo? itinerante.
Nueve de la mañana: subiendo por la calle de Cólogan, de La Orotava, hacia la ceremonia del Encuentro, los tambores marcan una tradición. Pero llegué tarde. Un minuto tarde. Y
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Diez de la mañana: La Laguna, Patrimonio de la Humanidad. En Viernes Santo, con la Catedral eternamente en obras, el Crucificado acababa de entrar en la parroquia de Arriba, la de la Concepción. Los santos se hallaban estacionados en el interior del templo. El venerado Cristo ocupaba lugar preferente, y un monaguillo o sacristán de oficio, le estaba reponiendo luminarias, velas y adornos.
Once de la mañana: En la vía de enlace Norte-Sur había una pequeña cola. Nada de embotellamientos. Y en media hora llegamos (¡atentos!) a la playa de La Tejita. Caminamos hacia la playa y nos pusimos sendos bañadores. El de mi amigo era más bien un calzoncillo de medio uso; nos acomodamos al ambiente de un rincón bajo la montaña Roja, resguardados de la ventisca, donde se arrejunta la mayoría de bañistas en desnudo total. Yo me puse en precalentamiento por la arena ventosa hasta acumular suficientes calorías como para zambullirme en la mar Atlántica. Le hice señas a mi amigo para que disparara un gatillazo (con la cámara, ojo) hacia una Eva al desnudo que salía del agua a medio metro de mi, cuando yo iniciaba mi inmersión. Ella llevaba un ‘felpudo’ estéticamente exquisito…
Dos de la tarde: El Médano nos sirvió de cobijo y de encuentro con un tercer amigo que nos acompañó al frugal almuerzo, en una conocida cafetería cerca de la parada de la guagua. Después del intercambio de opiniones sobre asuntos diversos, enfilamos la autopista. Arribamos al Valle de Taoro en menos de una hora.
Cuatro de la tarde: la siesta fue necesaria para reponer fuerzas.
Diez de la noche: me di una vuelta por un rebosante Puerto de la Cruz, lleno de turistas mezclados con vecinos y con forasteros de otros pueblos tinerfeños. Cuando llegué a los aledaños de la Iglesia Mayor, la Peña de Francia, el curso procesional del paso del Calvario se retiraba y regresaba a su iglesia, barrio de La Ranilla. Y vi a una atractiva mujer que baña sus veteranas pero aún apetecibles carnes cada día en un charco muy frecuentado de la localidad turística. En fin, no cuento más. Fue, como queda dicho, un Viernes ¿Santo? itinerante.
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