jueves, 1 de abril de 2010

ART. DE UN PORTUENSE,

ABORDO DE LA NORIA DEL TIEMPO

ARTÍCULO DE: Celestino González Herreros


La magia que guarda el silencio en la bahía impone sobremanera, se percibe, incluso, un halo de tristeza y nostalgia íntimamente unidas al acontecer de pretéritas décadas del tiempo, cuando aquellos viejos marinos luchaban por conservar su autonomía y la amplia libertad de la actividad en sus faenas cotidianas. Había menos limitaciones y el horizonte parecía más amplio dentro de las ilusionadas perspectivas, dentro de las estrecheces económicas del momento. Dicho más sencillamente, eran más dueños de la mar y el entorno pesquero. Entonces, hubo días de capturas copiosas, llegaban las traiñas hasta la bocana de los distintos fondeaderos a tope y el marino arribaba con una clara expresión de contento que difícilmente podía ocultar. Hubo de todo y no todos tuvieron la misma suerte. Lo cierto es, que venían gentes de los municipios vecinos a comprar el pescado; o eran llevados a ellos por las típicas pescadoras y muchas de ellas lo cambiaban por hortalizas, papas y frutas, con lo cual se hacía un intercambio inteligente ya que se traficaba recíprocamente para cubrir en los lapsos de escasez, las primeras necesidades alimentarías. Ese arraigo cultural y socio económico valía para todas las clases sociales y debe ser más antiguo que Matusalén. Asimismo, los merenderos y casas de comida del Puerto de la Cruz, podían ofrecer a sus clientes, gran cantidad de pescado, preparado al gusto del consumidor y con ello proporcionar, a cada cual, la sabrosa degustación previamente apetecida...
Paradójicamente, había menos dinero, pero las gentes no se privaban de comer pescado en cualquiera de sus modalidades culinarias, con papas guisadas en abundancia - no como hoy, que te las cuentan y las sirven en platitos de postre - y el buen vino de aquellas lejanas épocas. ¿Quién no recuerda las tardes en los lugares acostumbrados del Puerto? El barrio La Ranilla, sin ir más lejos, no era necesario salir de nuestro entorno, por doquiera hubo donde pasar un buen rato. Eso sí, los parroquianos nos recogíamos muy pronto y dentro del más estricto orden, aun con los vapores báquicos subidos...
Mientras estoy evocando esos momentos, recuerdo siendo yo muy joven, las tascas atestadas de personas conocidas, siempre en estrecha armonía. Unos cantando en alegres coros, canciones antiguas o las que fueran de actualidad entonces. Acordeones, guitarras y, por supuesto, nuestro popular timple, dándole al ambiente el encanto melodioso de sus notas musicales de la mano de un canario; sin que nadie se molestara por ello, ya que cada cual iba a lo suyo y lo que importaba, fundamentalmente, era pasarlo bien, sin molestar a los demás, y salir del lugar, satisfechos en todos los sentidos. Cada cual, de acuerdo a su presupuesto económico, salía a la calle con lo que podía y a la hora de pagar no había problemas si unos ponían más u otros menos que los demás. Hubo una solidaridad increíble y un concepto cabal de la camaradería. Envidiable, ¿verdad? Tantas veces he pensado, ¡Cuánto disfrutarían nuestros “turistas” hoy día dentro de ese ambiente! No les dejan respirar ni elegir… Todo son intereses creados. Los extranjeros vienen, se va y no han vivido nuestro verdadero ambiente. Si nosotros salimos fuera nos gusta conocer y probar las cosas de ese lugar. Aquí, en Canarias desde que llegan los turistas los secuestran las Agencias de Viaje y las mismas dependencias hoteleras. Comisiones si, libertad no.
También recuerdo, con nostalgia, muchos momentos que ya no tienen actualidad, los que fueran irrepetibles; ni las personas somos iguales, ni existe aquel condicionamiento: época y gentilicio, como si imperara entonces un sentimiento social libre, cuando había ciertas discrepancias políticas y sociales, pero ello no nos impedía, a los ciudadanos de a pie, que disfrutáramos de los momentos de ocio como mejor nos pareciera y sin dejar de respetar el orden público. Aunque estuviéramos todos juntos, y no revueltos, participábamos de la humana ocasión que la vida nos brindaba. Y participábamos en esas tardes portuenses, en las que los más viejos, los que no eran tan maduros y tantos jóvenes, dando riendas sueltas a la ilusión que vivíamos, después de haber cumplido el fatigoso compromiso laboral, cansados de currar, para recuperar la alegría comprometida tantas veces en el cotidiano quehacer...
Recordemos siempre a toda aquella buena gente, con quienes compartíamos lo que tuviéramos donde estuviéramos; y las horas de inenarrables experiencias y acontecimientos, que son, en definitiva, los más hermosos episodios de nuestra historia personal; esas vivencias que, a veces, comentamos entre los pocos amigos que ya quedamos, y que, despiertan entre nosotros un sentimiento especial de ternura, capaz de emocionarnos tremendamente. Esos recuerdos evidencian nuestra condición social inquebrantable.
Hoy, sin hacer grandes esfuerzos, podemos repetir... Buscando ilusionarnos, y sólo íbamos a conseguir convencernos de que será imposible realizarnos como ayer, alegrar el ambiente y participar en el sin nuestra vitalidad; ni hay tales energías ni el éxitos será el mismo. Nos limitaríamos a observar a la hermosa juventud y sonreiríamos con tristeza, ya que no podemos seguirles; y nuestros achaques nos impiden imitarles como en realidad desearíamos.
Los años no perdonan... Ya nuestras miras no son las mismas, pero quedan los recuerdos en los cuales solemos refugiarnos y en nuestra soledad, compañera inseparable y vivimos con aquella lucidez y el encanto de todas las fragancias, del pasado perdido, sin desvirtuar cada momento, lo que aportó a esas vivencias entrañables la ilusión de nuestra juventud y todo lo que en ella disfrutamos; también la efímera infancia y todo aquel bagaje transitorio que dejó huella indeleble en nuestro corazón.

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